Un eterno dilema

Boiro, Verano 2Q2Q

Caía la tarde, entre lusco e fusco, hacía calorcito y me amodorré en una de las hamacas de la terraza para dejar que mis sueños me animaran perdiéndome un buen rato en el País de las Maravillas. Empezaba a estar aburrida de tanta felicidad hogareña.

Como ya sabéis soy siempre bien recibida en la eterna fiesta del té de “no cumpleaños” del Sombrerero Loco.  

En aquella ocasión me encontré a Alicia, la Liebre Marcera y al Sombrerero apiñados en uno de los extremos de la gran mesa. En el centro, de puntillas sobre un azucarero, el Lirón, despiertísimo, con los ojos como platos, miraba con atención al otro extremo, en el que un caballero alto y flaco, ataviado con una armadura un poco oxidada y un casco que parecía una bacía de barbero, hablaba con muy extraña lucidez.

 —“La libertad, querido Sombrerero, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres…”

Antes de que el caballero de la Triste Figura finalizase su monólogo una terrible impresión a punto estuvo de despertar mi más salvaje instinto felino.

Dos gatos bajaron de la techumbre de una casa cercana y saltaron encima de mi muro. No os negaré que temblé como un flan.

—¿Hay algo para comer en esta terraza? —Preguntó el gato grande, gordo y naranja.

—Mis croquetas de lenguado son gourmet —les respondí con aires de gata sabionda señalando mi comedero —y si os aventuráis y decidís correr algún riesgo, en la cocina podéis encontrar rodajas frescas de merluza del pincho.

—¿Así de fácil, sin tener que esperar a que llegue la noche para encontrar algo que llevar a la boca?

—¿Y sin el temor de que te aticen un terrible escobazo en el lomo? —añadió su compañera, una tímida gata flaca, gris y atigrada. 

—¡No puede ser! —pensé yo que me sentía desfallecer ante la sola idea de aquel ayuno prolongado.

—Escarbamos al anochecer, con desesperación en los contenedores de basura, para encontrar uno o dos huesos mondos y lirondos. Muchas veces bajo la lluvia.

—¡Adiós! —dijeron los dos gatos al unísono —nos vamos antes de que los gatos más orondos del barrio y las gaviotas nos dejen sin cena.

—¡No! —exclamé —¡no os vayáis! Si os quedáis conmigo compartiremos cama y comida. Mi familia adoptiva es muy buena familia. La princesa ADA estará encantada de tener más hermanos adoptivos.

—¡Calla! —dijo bruscamente el gato gordo.

—¡Nos moriríamos con tu vida regalada! Nosotros somos gatos libres.  —gruñeron ambos gatos al unísono mientras desaparecían por los tejados.

Me volví a acurrucar en la terraza, aprovechando los últimos rayos de sol. Mientras me adormilaba mis sueños de aventuras y desventuras se entremezclaron con imágenes de caricias, manjares y mullidos almohadones. ¡Ooooooh!, el eterno dilema, ¿no es posible un equilibrio? ¿Una predecible vida cómoda y segura o una turbulenta búsqueda de libertad e ideales?