¿Soy guapa?

Siendo aún muy pequeñita, ya recuperada de la sarna y del resfriado, quedé bastante afectada por los comentarios que la abuela hacia a menudo a través del altavoz del teléfono:

 —Gata recogida, gata enferma, gata sarnosa… Callejera.

Aunque no entendía bien el significado de esas palabras, me parecían feas y me hacían sentir miedo de que me rechazaran. Tenía que poner remedio, de alguna manera, a esta situación. Situación que empeoró la primera vez que nos visitó la abuela. Vino para quedarse unos días. Una visita que no me ha honrado nada.

Estaba yo de vigía sobre el sillón que está al lado de una de las ventanas del salón. Los árboles se veían a la altura de la ventana. Dos pájaros se habían posado en una rama. Pese a ser pequeños, su trino era estridente y agudo. Parecía que querían provocarme gorjeando y levantando la cola.

La abuela irrumpió en el salón siguiendo a la princesa ADA.

Di un brinco y me estampé contra las piernas de mi hermana adoptiva. Traté de ser sociable y cariñosa, a pesar que por entonces no sabía yo expresarme. La miré con recelo. ¿Qué pensará de mí al verme? Con el rabo muy erguido y muy vibrante, froté el lomo contra sus piernas pensando que iba a deslizar su blanca mano sobre mi espinazo. Fueron unos segundos de expectación. Me estudió de arriba abajo, como quien contempla un ejemplar raro y con voz neutra e inexpresiva, ni aguda ni grave, señalándome con el dedo índice dice:

 —“ESO”, parece una rata.

Confieso que me dejó boquiabierta. Yo no es que esperara un “¡Qué mona!”, pero sí que me acariciara y que me dijera alguna de esas cosas estúpidas que suelen decirme las visitas.

¡QUÉ BRUJA LA ABUELA!

Menos mal que no caí en el desánimo y, de forma rutinaria, dediqué parte del tiempo a acicalarme con la saliva.

 — ¡Qué presumida eres HATTER! Mi gatita linda— me decía la princesa ADA cuando me atusaba algún pelo que me salía disparado. A lo que yo, vanidosa, respondía levantando el rabo y las orejas, al mismo tiempo que le acercaba mi cara a su mano para regalarle un beso con la nariz húmeda.

La madre de la princesa ADA me exhibía cuando la visitaban las amigas. Me decía guapa y se mostraba muy orgullosa de mí.

 —¿Os habéis fijado? Tiene en la frente la grafía de la letra mayúscula “M”. Y le soltaba todo un rollo en relación a una leyenda que hay sobre este tema.

 —Desde el momento en que la vi— seguía contando—, supe que esta gata estaba predestinada a vivir aquí con nosotras. Es una gata Carey porque tiene el pelaje avisonado y de tres colores. Es símbolo de buena suerte.

Las amigas me hacían mimos, a veces se pasaban de pelmas. ¡Me daba una rabia!…

En la frente una “M”. Mi pelaje de tres colores ¿Así soy yo?

Estoy deseando averiguarlo.

Mi curiosidad, que siempre ha sido mucha, me llevó en un viaje de reconocimiento hasta el dormitorio de la madre.

Está, con los otros dormitorios y los baños, separado por una puerta de lo que se podría decir que eran mis dominios: el hall, la cocina y el salón.

Aquel día inolvidable me encontraba sola en casa. Comí. Dormí. Me desperecé a placer, estiré una pata, luego la otra y arqueé el lomo. El tiempo transcurría con parsimonia.

Eché a andar hacia la zona restringida. Con habilidad y paciencia, y la ayuda de mis patas delanteras, conseguí abrir la puerta que separaba las dos partes de la casa.

Mi instinto me guio al dormitorio principal. El de la madre.

Enseguida llamó mi atención la cama, bastante más ancha que la de la princesa ADA, llena de mullidos cojines que me invitaban a acurrucarme entre ellos y dormir otra siestecita.

Estaba acomodándome cuando, al girar la cabeza, me quedé perpleja. Allí, en la pared lateral del dormitorio, dentro de un gran espejo— con el tiempo me enteré que así se llamaba— había alguien moviéndose e intentando hacer lo mismo que yo.

— ¡Qué misterio! — pensé. Quedé paralizada con la impresión.

Ese alguien también quedó paralizado dentro del espejo.

Me acerqué muy despacio, con precaución, y observé que la figura del espejo venía a mi encuentro. Se movía igual que yo. Me animé a dar un pequeño salto. Y la figura del espejo saltó. Cuando comprobé que hacía los mismos gestos que yo…

— ¡OOOOHH, FANTÁSTICO MISTERIO! ¡Era yo! MAD HATTER.

Me examiné de la cabeza a la punta del rabo. Los tres colores de mi pelaje: negro, gris plata y naranja. La “M” mayúscula entre mis dos ojos. Las orejas tiesas, los bigotes de dos colores y mis ojos verdes veteados de amarillo con unas pupilas intensamente negras. Me bastaron unos segundos para darme cuenta. Sucedió como una revelación.

—¡Soy guapa, guapa, muy guapa, guapa, guapa…!— Chillé dando brincos de alegría.

A partir de ese día, cuando no me ven, entro siempre que puedo en ese dormitorio.

Ensayo gestos, posturas, movimientos delante del espejo para, luego, payasear con mi hermana adoptiva la princesa ADA. Hasta me contoneo como ella.

A veces se da cuenta de mi sobreactuación y, entre risas, me dice:

—¡Basta ya de tanto postureo, HATTER! Felina vanidosa.

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