El gato y la gaviota

La princesa ADA es mi mundo. Cuando ella no está en casa yo me canso de todo. Me aburro. Soy una gata feliz aburrida. Ando a revolcones por todas las camas, no paro de bostezar, entrecierro los ojos de forma intermitente para dormitar y me tomo mi tiempo para acicalarme. Por las tardes, en cuanto llega de la playa, me estampo contra sus piernas y empiezo a ronronear, alto y bajito, bajito y alto, hasta que me coge entre sus brazos y me espachurra contra su cuerpo masajeando mi barriga. No tardo en soltarle un ¡¡BUUUUURR!! de ¡basta ya, pesada! Al momento entiende que le pido, exijo, que me abra las puertas correderas de la terraza de par en par. Necesito salir al exterior para correr alguna aventurilla. Me deja libre, pero sale detrás de mí, seguida por su madre, para tumbarse en las hamacas.

Encaramada en el árbol más alto contemplo y escucho a las pandillas de niñas y niños que, casi todos los días, se dan cita en el parque de la Sociedad Cultural y Deportiva, situado al lado de nuestra terraza, para celebrar algún cumpleaños.

Al bullicio de la fiesta se unen los graznidos agudos y ensordecedores de las gaviotas. Unas posadas en los tejados que rodean el parque, otras haciendo vuelos intimidatorios para acabar planeando a gran altura. Todas con el mismo objetivo, darse el gran festín con los restos de chuches, bocadillos, pizza, patatas fritas y bollería que los pequeños esparcen por el suelo. Me gusta observarlas con atención. Imponen respeto. Esperan con paciencia y disciplina a que se marchen todos los invitados, atentas a la señal de la gaviota vigía, para lanzarse en picado sobre los restos de alimentos que hay entre la hierba. Repuestas sus energías, al escuchar el fuerte graznido de la gaviota piloto ¡DESPEGANDO! se alzan todas juntas para seguir el plan de vuelo y desaparecer en el horizonte.

Ese día una gaviota se alejó de la bandada sobrevolando nuestra terraza. Hacía espectaculares picados y rapidísimos ascensos para acabar frenando en seco posada en la barandilla por debajo del árbol donde yo estaba encaramada.

Le maullé que me gustaba su compañía. Ella graznó alto y fuerte casi en mi idioma:

 —¡AU, KIEE, KAU, KAU, KAUUU !

No entendía muy bien de que iba todo esto, pero decidí experimentar. Descendí del árbol y me senté en el suelo de la terraza frente a ella, colocando elegantemente el rabo en torno a mi cuerpo. Mi pelaje brillaba al sol. Tenía las uñas recogidas, bueno casi siempre las tengo recogidas. Con la experiencia que cogí durante el verano le he perdido el miedo a toda esta fauna que habita por aquí cerca. Nos conocemos mejor y saben que no tengo la menor intención de hacerles daño. Me he vuelto confiada. La gaviota no se movía de la barandilla, pero parecía también confiada. Comprendí que no quería molestarme.

Acercándome más a ella me agazapé con parsimonia para espiarla, con una razonable cautela. Permanecí a la espera durante un rato sin mover un pelo de mi bigote. Cuando la gaviota decidió abandonar la barandilla fue para sobrevolarme, efectuando rápidas pasadas sobre mi cabeza. Llegó a rozarme con sus patas de dedos palmeados. Yo la miraba de reojo. No… no parece tener ganas de pelea. Debo reconocer que estoy un poco asustada. Bueno, no sé realmente si asustada o desconcertada.

De repente se paró en seco. Se posó a ras del suelo y, con andar bamboleante, se puso a mi lado. Me aproximé, la olfateé, le puse la pata encima, titubeante, en el dorso de su plumaje. No estoy muy segura, pero creo que le di un par de lengüetazos. Un reflejo instantáneo. Ella no retrocedió ni se asustó. Silencio, sólo se escuchaban los disparos de la cámara de mi familia adoptiva haciéndonos fotos y vídeos. Decidí seguir el juego. Yo pasé la pata por su plumaje, ella me dio golpecitos suaves con su pico en mi lomo. Así una y otra vez hasta que alzó el vuelo y desapareció.

Yo, contenta, empecé a correr de alféizar en alféizar y por encima de las hamacas en donde estaba tumbada mi familia adoptiva, aguardando atenta su admiración y sus aplausos.

La madre, enseguida, consiguió retenerme entre sus brazos diciéndome con emoción y cariño:

—Hatter, gata carey, nunca he dudado de que eres una gata muy, pero que muy especial. Tan especial que te ha visitado la gaviota Afortunada.

—¿Afortunada?— preguntó la princesa ADA— ¿Cómo conoces a esa gaviota si todas son iguales?

Yo escuchaba con atención. Me gustaría maullar en su idioma para explicarle que esa gaviota no es de las patiamarillas como todas las que se alejaron en bandada. Esta era una gaviota con el plumaje plateado, las patas color rosa chicle y el pico con una mancha roja en la parte inferior.

Menos mal que su madre también se había dado cuenta y le explicó lo mismo que yo estaba pensando. Inmediatamente buscó en internet las fotos de las dos para que se fijara en las diferencias.

—Afortunada es la protagonista de una historia preciosa, triste y emotiva que se titula Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar. La escribió el escritor chileno-asturiano Luis Sepúlveda.

—¿Nos la cuentas? Ya sabes que a Hatter y a mí nos fascinan tus historias —dijo la princesa ADA.

—Hace mucho tiempo que leí ese relato. Intentaré recordarlo.

Había una vez una gaviota de plumas plateadas llamada Kengah; un gato grande negro y gordo llamado Zorbas; un huevito blanco con pintitas azules del que nació un pollito de gaviota al que llamaron Afortunada. Y había también algún humano malo que fue el causante de esta emotiva y triste historia.

—¿Qué hicieron los humanos malos? ¿Quiénes eran?—preguntó la princesa ADA.

—Manchar y envenenar el mar con una sustancia negra, espesa y maloliente llamada petróleo. La gaviota Kengah quedó atrapada en ella y con sus plumas impregnadas de petróleo a duras penas consiguió volar.

—¡Pobrecita! ¿Y no la pudo ayudar nadie?— preguntó la princesa ADA muy triste.

—Las otras gaviotas de la bandada escaparon a tiempo de la gran mancha negra, pero Kengah estaba sumergida pescando arenques y no se enteró del peligro.

Yo cada vez me acercaba más a las interlocutoras, moviendo las orejas, para no perderme nada ¡Hablan siempre de cosas tan interesantes!

—¡IDEAZA!— gritó la princesa ADA—. Las bandadas de gaviotas deberían formar un ejército para la defensa de su hábitat y no permitir que los humanos malos se lo destrocen.

—¡Bien pensado!—aprobó su madre—. Son aves muy inteligentes y perfectamente organizadas. Como son muy comunicativas, tanto vocal como gestualmente, podrían elaborar un complejo sistema de graznidos y gestos de agresión, dominación y amenaza a los buques tanques que no cumplan la normativa de seguridad. Está demostrado que pueden aprender, recordar e incluso enseñar a otras gaviotas ciertas habilidades.

—Continuemos con nuestra historia. —dijo la madre.

—Por cierto, ¿dónde ocurrió?—preguntó la princesa ADA.

—En el mar del Norte, cerca del estuario del río Elba, en Hamburgo, al norte de Alemania. Bajo el suelo de este mar hay reservas de petróleo. Su mala explotación por algunos humanos produce vertidos y derrames accidentales cuando lo transportan en los barcos petroleros. Los vertidos contaminan sus aguas y hacen peligrar, no solo, la vida de las gaviotas sino la de toda la fauna marina.

—¡Mamá, sigue contando! Estoy ansiosa por saber cómo acaba—se impacientó la princesa ADA.

Después de un pequeño silencio la madre retomó el hilo del relato.

—La gaviota Kengah hacía un gran esfuerzo para volar. Sus alas impregnadas de petróleo le pesaban mucho. Consiguió llegar a la ciudad de Hamburgo cayendo desfallecida encima del gato grande, negro y gordo llamado Zorbas que tomaba el sol tranquilamente en su balcón.

—¡Ahh, ya se lo que pasó! Zorbas, el gato grande, negro y gordo le limpió el petróleo de las plumas con su saliva y su rasposa lengua— interrumpió la princesa ADA.

—¡Pues no! No sería una buena idea. La toxicidad del petróleo mataría a Zorbas, lo que hizo fue ir a buscar ayuda para que no se muriese. Antes de marcharse, la gaviota le graznó que con sus últimas fuerzas iba a poner un huevo y le hizo prometer que no se lo comería, que lo empollaría hasta el nacimiento del pollito y cuando creciera que le enseñaría a volar.

—A ver, mamá, ¿cómo es posible que un gato, que no puede volar, le haya enseñado a volar a una gaviota?

—Con mucho cariño y cuidado— dijo su madre con objeto de ganar algo de tiempo mientras pensaba en una buena respuesta. —si quieres enseñar algo a alguien no necesitas saberlo hacer tú requetebién. Con paciencia, motivación y entendimiento por ambas partes, alumno y maestro, se puede conseguir casi todo. No has oído nunca eso de “pobre del alumno que no aventaje a su maestro”. Se atribuye a uno de los más grandes maestros de la historia.

Y ocurrió tal y como Zorbas prometió. La gaviota Kengah, antes de morir, puso un huevito blanco con pintitas azules. El gato Zorbas lo empolló durante veinte días. Transcurrido este tiempo nació un pollito al que llamó Afortunada y cuando creció le enseñó a volar.

—Mamá, la gaviota Afortunada fue muy afortunada, ¿verdad?

—Pues sí, porque el gato Zorbas la cuidó como si fuera su hija.

La gaviota Afortunada quería mucho a Zorbas y a todos los gatos.

—Yo también te quiero Zorbas. Eres el gato más noble, el más valiente. Un héroe— dijo la princesa ADA llorando de emoción. Me entraron ganas de lamerle las lágrimas, pero no lo hice porque mis ojos verdes veteados de amarillo con unas pupilas intensamente negras también estaban empañados por las lágrimas.

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