Una ciclogénesis explosiva llamada Antonia

No sé si estará bien decirlo, pero tengo la habilidad de romper, con alguna de mis piraterías, la rutina de los días entre semana.

Soy la primera en despertarme por las mañanas.

Después de desperezarme, mis suaves maullidos de saludo, “Buenos días, ¡eh! Préstame atención”, quieren despertar a la princesa ADA. De una patada me lanza a los pies de la cama.

Todos mis sentidos se concentran en el objetivo. No me doy por vencida. Me preparo, abro los ojos completamente con las pupilas dilatadas, las orejas y los bigotes apuntando hacia adelante extendidos. Empiezo mi sesión de juegos con mi lengüecilla sonrosada y áspera como papel de lija. Se la paso por la cara, por las orejas, por las manos. Está a punto de despertar porque no lo soporta.

 —¡BUAAAaaaaaaaa! ¡Basta ya, HATTER mala! ¡Vete!

Mi instinto de posesión me empuja de nuevo a su lado. Cambio de táctica. Esta vez utilizo mi boca para darle suaves mordiscos en el pelo.

Entreabre los ojos y con una sonrisa me acerca, me abraza y me cobija debajo de su manta.

Me relajo, oriento mis orejas hacia su cara, repliego mis patas, me acurruco y empiezo a soñar despierta.

Será mejor que te trate con respeto, pienso, así tú deberás tratarme con respeto a mí.

Tendré que esforzarme.

Pasados unos minutos en tan feliz estado de ensoñación placentera, saltamos de la cama.

Sigo a la princesa ADA, alegre con la cola en punta. Me pone mi desayuno, cambia mi agua (no siempre) y limpia mi arena (no siempre).

Enseguida aparece su madre en la puerta de la cocina. Me pongo ansiosa para recibir sus mimos. Ojos abiertos, pupilas dilatadas. Mis orejas se mueven hacia ella y mi cola se eleva. Me estampo contra sus piernas y no tarda en cogerme en brazos para saludarme:

—¡Buenos días! ¿Cómo está mi gatiña linda?

Sólo eso. Siempre corriendo. No quiere llegar tarde ni al colegio de la princesa ADA ni a su trabajo.

Las tazas y los vasos del desayuno chisporrotean unos contra otros. Zumo natural de naranja, café, nesquik, pan tostado con aceite, cereal, leche y un bol con frutas variadas cortadas en pequeños trocitos. Todo dispuesto sobre la mesa del salón.

La princesa ADA se entretiene jugando conmigo en lugar de desayunar. Su madre regaña, amenaza con castigos, chilla… Doy un salto a la mesa con intención de ayudar a que la princesa ADA termine el desayuno y vuelco el vaso de zumo. Cuando la madre está a punto de explotar se abre la puerta del piso y entra Antonia.

En teoría viene para limpiar, pero lo primero que hace es calmar los ánimos mañaneros y ayudar a la princesa ADA a vestirse con el uniforme antes de que su madre se dé cuenta. Yo espero agazapada debajo de la mesa a que pase la tormenta.

No podía entender como Antonia, tan cariñosa y apaciguadora con mi hermana adoptiva, cuando se queda sola conmigo no me deja vivir en paz. En cuanto se van se convierte en una ciclogénesis explosiva ¡Con lo que me gusta a mí holgazanear por toda la casa!

Lo primero que hace es abrir las ventanas para que se ventilen las habitaciones y poner las camas patas arriba ¡Como me gustaría echar una siestecita en la cama de mi hermana adoptiva que aun conserva el calor de su cuerpo!

Se acabó la paz y la tranquilidad. Antonia me atropella y me amenaza. Que yo recuerde, ya no es la primera vez que me da con el mocho, sin mala intención, claro, porque yo solo quiero jugar.

Todos los días pasa su tiempo recogiendo el desorden de la princesa desorden-ADA.

Antonia pone todo su empeño en recoger la casa lo más rápido posible, pero yo, dando saltos rapidísimos, le desplazo los objetos para que no los alcance. La confundo. Me burlo de ella apareciendo y desapareciendo como el gato de Cheshire. No entiende que todas estas maniobras forman parte de una sesión de juegos.

—Cuánto me gustaría que no volvieras a aparecer en toda la mañana— me dice con voz seria, mocho en ristre. Tengo que idear un buen plan.

En cuanto le salté a la chepa me enganchó por el cuello y me encerró en el cuarto de baño del pasillo que tiene puertas correderas, pero como soy muy hábil con la ayuda de mis patas delanteras abrí la puerta y me planté desafiante delante del mocho.

— ¡TACHÁN! — efecto gato de Cheshire.

Se rio, pero yo no me fío ni un pelo porque hay risas que matan. Andaré con cuidado.

Mi nombre y el País de las Maravillas

Me llamo MAD HATTER porque así lo había decidido la princesa ADA.

Al igual que el sombrerero de Alicia en el país de las maravillas “no estoy loca, pero mi realidad es diferente a la tuya”.

Recuerdo muy bien que mis padrinos son “Los Piratuchos”, como cariñosamente llaman a los primos de la princesa ADA, y recuerdo, también, cómo fue mi bautizo: una inmersión en el bidé rebosando de agua.

Todo esto sucedió después de mi primer viaje en tren a un pueblo del litoral atlántico gallego, para pasar todo el verano, en la residencia de la abuela.

Aún no había cumplido un mes de vida.

El origen de mi nombre, MAD HATTER, es porque mi hermana adoptiva vive en el País de las Maravillas. Lo descubrí unos días después de mi recuperación del resfriado y de la sarna, cuando ya jugueteaba a mis anchas por casi toda la casa.

En el ático, curioseando por encima de una librería, encontré alineadas treinta y cinco ediciones diferentes de las dos “Alicias”. La verdad es que me quedé maravillada. ¡Cómo me gustaría tumbarlas con mis patas para ver las ilustraciones! Hasta tendría cuidado de no morder ni arañar ninguna página.

Estaban protegidas por dos puertas de cristal, pero con mi pericia y mucha paciencia conseguí abrir una de las hojas de la vitrina y empecé a cotillear en las estanterías repletas de “Alicias”: las había de todos los tamaños, texturas, colores y olores.

Empecé por los libros más pequeños. Todos los que hojeé tenían las ilustraciones originales de John Tenniel y eran ediciones traducidas a distintos idiomas: inglés, italiano, español, portugués, catalán, euskera, francés,… y entre ellas me encontré una edición muy curiosa, Alice Underground, con el texto manuscrito e ilustrado por Lewis Carroll.

Me llamó mucho la atención una edición en las que las páginas contenían desplegables en tres dimensiones representando los capítulos más importantes, acompañados de un texto adaptado, y de una suave melodía.

Y, por fin, en mi recorrido por las estanterías, llegué a las más grandes, pesadas y llamativas, las ediciones especiales, algunas comentadas por filósofos de renombre y todas ellas ilustradas por artistas fascinados por la obra de Carroll que plasmaron mundos surrealistas conformando todos ellos el Universo sin sentido y fantástico de Alicia.

Lo que más me fascinó fueron las distintas representaciones del personaje favorito de la princesa ADA, el que me ha prestado su nombre.

Y lo cierto es que me gusta. Puedo presumir de que no es nada vulgar. Largo, un poco.

Aunque sólo me llaman MAD HATTER cuando me regañan. Incluso si me regañan fuerte alargan las vocales, ¡MAAAAD HAAAATTER!

Para todo lo demás atiendo por HATTER. HATTER ¿a dónde vas? HATTER ¿dónde estás?, ¡Ven, HATTER, a comer!, ¡HATTER, preciosa!

Mi hermana adoptiva, la princesa ADA, me dice ¡gata chalada! Confieso que aparentemente lo parezco, sobre todo cuando me estimula con plumas, tapones, cañas o ratoncitos de peluche. Doy saltos circenses y casi toco el techo. Alguna vez ya me he estrellado contra la lámpara del salón. Emprendo carreras alocadas recorriendo un circuito de velocidad sobre mesas, sillones, sillas, derrapando en las alfombras y desplazándolas. Juego con todo lo que se pueda agitar, mover o girar.

La madre, con mucha frecuencia, dice que tengo la misma capacidad de evaporarme que el gato de Cheshire, aunque la princesa ADA la corrige y dice que lo que pasa es que me multiplico por cero.

En realidad, creo que soy una mezcla de ambos personajes de Alicia en el país de las maravillas: al igual que el gato de Cheshire aparezco y desaparezco a voluntad sin dejar de mostrar mi más bonita sonrisa y, al mismo tiempo, me siento como el sombrerero loco situada en el escaso capítulo de los sabios.

El sombrerero compartió conmigo su sabiduría cuando me invitó a su eterna fiesta del té de “no cumpleaños”. Pero esto es un secreto. No puedo contar cómo sucedió. ¡CHSSSSS!

¿Soy guapa?

Siendo aún muy pequeñita, ya recuperada de la sarna y del resfriado, quedé bastante afectada por los comentarios que la abuela hacia a menudo a través del altavoz del teléfono:

 —Gata recogida, gata enferma, gata sarnosa… Callejera.

Aunque no entendía bien el significado de esas palabras, me parecían feas y me hacían sentir miedo de que me rechazaran. Tenía que poner remedio, de alguna manera, a esta situación. Situación que empeoró la primera vez que nos visitó la abuela. Vino para quedarse unos días. Una visita que no me ha honrado nada.

Estaba yo de vigía sobre el sillón que está al lado de una de las ventanas del salón. Los árboles se veían a la altura de la ventana. Dos pájaros se habían posado en una rama. Pese a ser pequeños, su trino era estridente y agudo. Parecía que querían provocarme gorjeando y levantando la cola.

La abuela irrumpió en el salón siguiendo a la princesa ADA.

Di un brinco y me estampé contra las piernas de mi hermana adoptiva. Traté de ser sociable y cariñosa, a pesar que por entonces no sabía yo expresarme. La miré con recelo. ¿Qué pensará de mí al verme? Con el rabo muy erguido y muy vibrante, froté el lomo contra sus piernas pensando que iba a deslizar su blanca mano sobre mi espinazo. Fueron unos segundos de expectación. Me estudió de arriba abajo, como quien contempla un ejemplar raro y con voz neutra e inexpresiva, ni aguda ni grave, señalándome con el dedo índice dice:

 —“ESO”, parece una rata.

Confieso que me dejó boquiabierta. Yo no es que esperara un “¡Qué mona!”, pero sí que me acariciara y que me dijera alguna de esas cosas estúpidas que suelen decirme las visitas.

¡QUÉ BRUJA LA ABUELA!

Menos mal que no caí en el desánimo y, de forma rutinaria, dediqué parte del tiempo a acicalarme con la saliva.

 — ¡Qué presumida eres HATTER! Mi gatita linda— me decía la princesa ADA cuando me atusaba algún pelo que me salía disparado. A lo que yo, vanidosa, respondía levantando el rabo y las orejas, al mismo tiempo que le acercaba mi cara a su mano para regalarle un beso con la nariz húmeda.

La madre de la princesa ADA me exhibía cuando la visitaban las amigas. Me decía guapa y se mostraba muy orgullosa de mí.

 —¿Os habéis fijado? Tiene en la frente la grafía de la letra mayúscula “M”. Y le soltaba todo un rollo en relación a una leyenda que hay sobre este tema.

 —Desde el momento en que la vi— seguía contando—, supe que esta gata estaba predestinada a vivir aquí con nosotras. Es una gata Carey porque tiene el pelaje avisonado y de tres colores. Es símbolo de buena suerte.

Las amigas me hacían mimos, a veces se pasaban de pelmas. ¡Me daba una rabia!…

En la frente una “M”. Mi pelaje de tres colores ¿Así soy yo?

Estoy deseando averiguarlo.

Mi curiosidad, que siempre ha sido mucha, me llevó en un viaje de reconocimiento hasta el dormitorio de la madre.

Está, con los otros dormitorios y los baños, separado por una puerta de lo que se podría decir que eran mis dominios: el hall, la cocina y el salón.

Aquel día inolvidable me encontraba sola en casa. Comí. Dormí. Me desperecé a placer, estiré una pata, luego la otra y arqueé el lomo. El tiempo transcurría con parsimonia.

Eché a andar hacia la zona restringida. Con habilidad y paciencia, y la ayuda de mis patas delanteras, conseguí abrir la puerta que separaba las dos partes de la casa.

Mi instinto me guio al dormitorio principal. El de la madre.

Enseguida llamó mi atención la cama, bastante más ancha que la de la princesa ADA, llena de mullidos cojines que me invitaban a acurrucarme entre ellos y dormir otra siestecita.

Estaba acomodándome cuando, al girar la cabeza, me quedé perpleja. Allí, en la pared lateral del dormitorio, dentro de un gran espejo— con el tiempo me enteré que así se llamaba— había alguien moviéndose e intentando hacer lo mismo que yo.

— ¡Qué misterio! — pensé. Quedé paralizada con la impresión.

Ese alguien también quedó paralizado dentro del espejo.

Me acerqué muy despacio, con precaución, y observé que la figura del espejo venía a mi encuentro. Se movía igual que yo. Me animé a dar un pequeño salto. Y la figura del espejo saltó. Cuando comprobé que hacía los mismos gestos que yo…

— ¡OOOOHH, FANTÁSTICO MISTERIO! ¡Era yo! MAD HATTER.

Me examiné de la cabeza a la punta del rabo. Los tres colores de mi pelaje: negro, gris plata y naranja. La “M” mayúscula entre mis dos ojos. Las orejas tiesas, los bigotes de dos colores y mis ojos verdes veteados de amarillo con unas pupilas intensamente negras. Me bastaron unos segundos para darme cuenta. Sucedió como una revelación.

—¡Soy guapa, guapa, muy guapa, guapa, guapa…!— Chillé dando brincos de alegría.

A partir de ese día, cuando no me ven, entro siempre que puedo en ese dormitorio.

Ensayo gestos, posturas, movimientos delante del espejo para, luego, payasear con mi hermana adoptiva la princesa ADA. Hasta me contoneo como ella.

A veces se da cuenta de mi sobreactuación y, entre risas, me dice:

—¡Basta ya de tanto postureo, HATTER! Felina vanidosa.

Al veterinario

Como seguía estornudando estaban preocupadas y asustadas por mi salud. Tomaron todo tipo de medidas higiénicas, recomendadas por aquella voz que salía del altavoz del teléfono a todas horas.

—No la toquéis mucho.

—Después de cogerla os laváis y desinfectáis las manos.

—No puede dormir con la niña.

—Procurad que no ande curioseando por toda la casa.

—Es probable que tenga algo contagioso.

Esa primera noche no me dejaron meterme en mi dormitorio. La pasé en un rincón de la entrada envuelta en una manta asustada y temblando.

Lloré, lloré, lloré tanto que me agoté. Mis sonidos se fueron debilitando gradualmente. Al fin, me dormí.

Pasado un tiempo me enteré de que la princesa ADA también había llorado por mí esa noche. No entendía por qué no podía darme mimos la primera noche que estaba sin mi mamá. Meses más tarde, comprobé que ella, con casi siete años, llora cuando la separan de la suya.

Cuando el primer rayo de sol mañanero apareció por el ventanal de la cocina entró la madre estirándose y aun en pijama. Se agachó a mi lado y con el dedo índice me hizo cosquillas para comprobar que respiraba, diciendo:

—Buenos días, gatiña. Bienvenida a casa.

Con celeridad preparó los desayunos. Me acercó el mío y despertó a la princesa ADA que llegó saltando para saludarme.

—No enredes con la gata. Date prisa, vamos a llevarla al veterinario antes de entrar yo en el trabajo y tú en el colegio.

Y así, sin darme tiempo a marcar mi territorio, me metieron, por segunda vez, en la jaula transportín tamaño XXL.

El veterinario nos recibió de inmediato. Seguro que habían concertado la cita.

Creo recordar que al pasar por la sala de espera había un bulldog inglés que me miró con expresión babeante y amenazante, y un par de felinos. Si mi instinto no me engaña, eran machos.

Confieso que me puse un poco nerviosa.

Una vez en la consulta, aun dentro del transportín tamaño XXL, escuchaba las muchísimas preguntas que les hacía el veterinario para abrir mi historial.

 —¿Conoces a los padres de la gata?

 —No —respondieron al unísono.

 —¿La madre está correctamente vacunada?

 —Supongo que no. Es callejera.

 —¿Fue un parto normal?

 —No sé. La recogí recién nacida de la intemperie.

 Se interesó por la alimentación que me iban a dar y si hacía bien mis necesidades.

 —Bien. Ponla sobre la camilla— dijo, al fin, el veterinario.

Me puse mala de los nervios cuando el veterinario comenzó a toquetearme. El tiempo me pareció larguísimo. Pasé tanto y tanto miedo que pensé que había llegado mi última hora.

Me revisó los oídos, los ojos, los dientes… Me pesó y anotó mi peso. Controló los latidos de mí corazón y la respiración. Me palpó el abdomen. Y les confirmó mi sexo, porque no lo tenían claro.

Me devolvieron al transportín tamaño XXL al tiempo que el veterinario informaba del calendario de vacunas.

El diagnóstico sobre mi salud no fue nada halagüeño, a juzgar por las expresiones de sus caras.

—Resfriado, causado por una infección bacteriana y sarna, si su madre es callejera es posible que se la contagiase —dijo el veterinario.

¡La que se va a montar cuando se entere la abuela!

 —… y encima una gata sarnosa. ¡No puede quedarse con vosotras! Hoy mismo la lleváis con su madre —les ordenó a gritos.

Este episodio seguro que pone punto final a mi nueva vida. Si se quedan conmigo es por compasión, no tengo el perfil que ellas esperaban.

El veterinario, para el tratamiento de esta patología, me dio un espray para la sarna y me recetó un antibiótico con amoxicilina para el resfriado que tenían que comprar en una farmacia.

De camino a casa entramos en la primera farmacia que encontramos. La boticaria, una señora canosa entrada en años, alargó la mano para coger la receta al mismo tiempo que se ponía las gafas de cercanía Su semblante se descompuso al comprobar que la receta del antibiótico la firmaba un veterinario. Se encolerizó y nos chilló:

 —Me niego. ¡Rotundamente no! De mi farmacia no sale un antibiótico de bebés para administrárselo a una gata. Lo siento.

Me costó mucho entender por qué yo, siendo una bebé gata, no podía tomar ese antibiótico.

Todo se arregló, me da vergüenza reconocerlo, porque fingí con todas mis fuerzas, que no eran muchas, los estornudos y provoqué un vómito mitad leche, mitad agua consiguiendo ablandar a la boticaria que con cara de pocos amigos nos sirvió el antibiótico.

La princesa ADA asomó su naricilla por una de las ventanitas del transportín tamaño XXL para susurrarme:

 —No te impacientes, pequeño desastre animal. Nos vamos a casa.

Ese mismo día empecé el tratamiento y con los cuidados de mi hermana adoptiva, la princesa ADA, me recuperé enseguida.