Al veterinario

Como seguía estornudando estaban preocupadas y asustadas por mi salud. Tomaron todo tipo de medidas higiénicas, recomendadas por aquella voz que salía del altavoz del teléfono a todas horas.

—No la toquéis mucho.

—Después de cogerla os laváis y desinfectáis las manos.

—No puede dormir con la niña.

—Procurad que no ande curioseando por toda la casa.

—Es probable que tenga algo contagioso.

Esa primera noche no me dejaron meterme en mi dormitorio. La pasé en un rincón de la entrada envuelta en una manta asustada y temblando.

Lloré, lloré, lloré tanto que me agoté. Mis sonidos se fueron debilitando gradualmente. Al fin, me dormí.

Pasado un tiempo me enteré de que la princesa ADA también había llorado por mí esa noche. No entendía por qué no podía darme mimos la primera noche que estaba sin mi mamá. Meses más tarde, comprobé que ella, con casi siete años, llora cuando la separan de la suya.

Cuando el primer rayo de sol mañanero apareció por el ventanal de la cocina entró la madre estirándose y aun en pijama. Se agachó a mi lado y con el dedo índice me hizo cosquillas para comprobar que respiraba, diciendo:

—Buenos días, gatiña. Bienvenida a casa.

Con celeridad preparó los desayunos. Me acercó el mío y despertó a la princesa ADA que llegó saltando para saludarme.

—No enredes con la gata. Date prisa, vamos a llevarla al veterinario antes de entrar yo en el trabajo y tú en el colegio.

Y así, sin darme tiempo a marcar mi territorio, me metieron, por segunda vez, en la jaula transportín tamaño XXL.

El veterinario nos recibió de inmediato. Seguro que habían concertado la cita.

Creo recordar que al pasar por la sala de espera había un bulldog inglés que me miró con expresión babeante y amenazante, y un par de felinos. Si mi instinto no me engaña, eran machos.

Confieso que me puse un poco nerviosa.

Una vez en la consulta, aun dentro del transportín tamaño XXL, escuchaba las muchísimas preguntas que les hacía el veterinario para abrir mi historial.

 —¿Conoces a los padres de la gata?

 —No —respondieron al unísono.

 —¿La madre está correctamente vacunada?

 —Supongo que no. Es callejera.

 —¿Fue un parto normal?

 —No sé. La recogí recién nacida de la intemperie.

 Se interesó por la alimentación que me iban a dar y si hacía bien mis necesidades.

 —Bien. Ponla sobre la camilla— dijo, al fin, el veterinario.

Me puse mala de los nervios cuando el veterinario comenzó a toquetearme. El tiempo me pareció larguísimo. Pasé tanto y tanto miedo que pensé que había llegado mi última hora.

Me revisó los oídos, los ojos, los dientes… Me pesó y anotó mi peso. Controló los latidos de mí corazón y la respiración. Me palpó el abdomen. Y les confirmó mi sexo, porque no lo tenían claro.

Me devolvieron al transportín tamaño XXL al tiempo que el veterinario informaba del calendario de vacunas.

El diagnóstico sobre mi salud no fue nada halagüeño, a juzgar por las expresiones de sus caras.

—Resfriado, causado por una infección bacteriana y sarna, si su madre es callejera es posible que se la contagiase —dijo el veterinario.

¡La que se va a montar cuando se entere la abuela!

 —… y encima una gata sarnosa. ¡No puede quedarse con vosotras! Hoy mismo la lleváis con su madre —les ordenó a gritos.

Este episodio seguro que pone punto final a mi nueva vida. Si se quedan conmigo es por compasión, no tengo el perfil que ellas esperaban.

El veterinario, para el tratamiento de esta patología, me dio un espray para la sarna y me recetó un antibiótico con amoxicilina para el resfriado que tenían que comprar en una farmacia.

De camino a casa entramos en la primera farmacia que encontramos. La boticaria, una señora canosa entrada en años, alargó la mano para coger la receta al mismo tiempo que se ponía las gafas de cercanía Su semblante se descompuso al comprobar que la receta del antibiótico la firmaba un veterinario. Se encolerizó y nos chilló:

 —Me niego. ¡Rotundamente no! De mi farmacia no sale un antibiótico de bebés para administrárselo a una gata. Lo siento.

Me costó mucho entender por qué yo, siendo una bebé gata, no podía tomar ese antibiótico.

Todo se arregló, me da vergüenza reconocerlo, porque fingí con todas mis fuerzas, que no eran muchas, los estornudos y provoqué un vómito mitad leche, mitad agua consiguiendo ablandar a la boticaria que con cara de pocos amigos nos sirvió el antibiótico.

La princesa ADA asomó su naricilla por una de las ventanitas del transportín tamaño XXL para susurrarme:

 —No te impacientes, pequeño desastre animal. Nos vamos a casa.

Ese mismo día empecé el tratamiento y con los cuidados de mi hermana adoptiva, la princesa ADA, me recuperé enseguida.

Mi nuevo hogar

Entré por primera vez en la urbanización donde estaba la que iba a ser mi casa. Iba dentro de la jaula que me transportó a lo largo de los veinte kilómetros que me separaban de mi madre.

La señora abrió la puerta del piso, se dirigió a la cocina y posó el transportín en el suelo.

Introdujo con cuidado su mano, que por cierto era más grande que yo, para dejarme en libertad sobre el suelo blanco y resbaladizo de la cocina.

Creo que en el lecho de papeles que me protegió durante el viaje, además de mis lágrimas, dejé la última toma de la leche tibia y dulce de mi madre junto con alguna cosilla más, porque con el miedo se me aflojó el vientre.

Con mucha timidez, y sin apenas moverme, giré los ojos y observé que en un rincón de la cocina, pegado al gran ventanal, estaba todo mi ajuar.

El arenero, de última generación, estaba cubierto y tenía una puerta móvil y un filtro antiolores. Me adapté a él desde el primer día. La arena no se parecía en nada a la tierra a la que yo estaba acostumbrada, era una arena sintética con maravillosas propiedades absorbentes y desodorantes.

—Es una gata muy limpia —le dijo más adelante la madre a la princesa ADA —. Tu misión, a partir de hoy, es mantener la arena limpia diariamente.

Lo primero que hizo fue ponerme un cuenco con agua y, en un plato, una gran ración de comida con olor a pescado.

En el otro extremo de la cocina estaba mi dormitorio, de forma cuadrada, con un colchón térmico y un rascador adosado.

Fue entonces cuando mi instinto me hizo comprender que pese a ser una birria de gata me recibían como si fuera una aristogata.

Ni siquiera tuve tiempo de acercarme a la comida cuando se escuchó un gran estruendo que me hizo retroceder buscando un lugar para protegerme debajo de la mesa.

—¡Mamá, mamá! ¿Has traído a la gata?

Era la princesa ADA, mi hermana adoptiva, que regresaba del colegio.

Me miró sorprendida con una mezcla de compasión y pena. Nunca había visto una gata tan pequeñita.

Yo la miré a ella con la curiosidad que caracteriza a todos los gatos. Me di cuenta enseguida de que era una niña muy especial, por lo que yo debería esforzarme para ser también una gata muy especial.

El plato, con mi ración de comida, seguía entero. Tenía más ganas de mimos que hambre.

La princesa ADA no se atrevía a tocarme. Se agachó con cautela y, siguiendo las indicaciones de su madre, pasó su delicada mano por mi lomo que poco a poco se fue arqueando, respondiendo así al estímulo de sus caricias. Inmediatamente se sentó sobre el suelo de la cocina y me cogió en brazos.

Yo apenas podía moverme porque hasta ese día no me había separado de mi madre. Era torpe. No sabía ni andar.

La magia de ese momento duró… pues eso, un momento.

Los primeros días en mi nuevo hogar fueron muy fastidiosos y cargados de desconfianza.

Tenía la etiqueta de “gata enferma y recogida”. Estaba harta de escuchar en todo momento por el altavoz del teléfono la voz fuerte y determinante de una persona a la que llamaban abuela:

 —¡No se recoge a un animal enfermo! ¡Devolvedla rápidamente a sus orígenes!

Así fue como lo que iba a ser la ilusión de la niña de la casa, la princesa ADA, por su séptimo cumpleaños se convirtió en una pesadilla.

Mi nueva casa me pareció grande. Claro que por entonces yo tenía una semana de vida. Cabía en la palma de una mano y estaba un poco debilucha.

La adopción

Me llamo MAD HATTER. Soy un bebé gata y tengo que reconocer que me encuentro muy bien en esta casa.

Mis orígenes están en la calle. Recuerdo con nostalgia el día que llegó una señora y se acercó con mucho sigilo al lugar en donde me encontraba junto a mi madre y mis cuatro hermanos.

Soy incapaz de perfilar con nitidez cómo era ese lugar. En mi mente aparecen desdibujadas imágenes de tierra, matorrales y un pequeño muro que nos protegía del viento.

Era tan pequeñita que apenas podía abrir los ojos. Lo único que recuerdo con claridad de este momento son dos zapatillas de color amarillo neón que cada vez se acercaban más a mí y me deslumbraban. Parecían los focos de luz que yo veía pasar por las noches a lo lejos.

Incluso pensé que venían caminando hacia mí para desintegrarme.

Cuando la señora de las zapatillas de color amarillo neón se agachó a nuestro lado y me eligió de entre mis hermanos, acurrucándome entre sus brazos, mi madre me miró con gran tristeza.

La señora me sostuvo examinándome con mucho cuidado y, después de un tiempo de duda, no estaba segura de mi sexo, se volvió y por donde vino se fue alejando en dirección a su coche, aparcado a la entrada del camino. Lo que no sabía era que esta señora determinaría mi futuro.

Fue la primera vez que tuve la ocasión de ver un espécimen de la raza humana.

Me despedí de mi familia gatuna con unos espantosos maullidos a los que sólo respondió mi madre con cara de resignación. ¡La suerte estaba echada!

Durante todo el camino que nos separaba del coche la señora que me llevaba en brazos me masajeaba con tanta delicadeza que hasta me puse a ronronear.

Viajé dentro de un transportín para gatos tamaño XXL hasta el centro de la ciudad, que era donde estaba la que iba a ser mi casa, a unos veinte kilómetros de donde había nacido.

Desde entonces, y hasta que pasó una semana, no paré de estornudar. Una forma de manifestar, supongo, la inadaptación a mi nueva vida.

—Vaya con la elección más desacertada que he hecho ¡Una gata enferma! Lo que me faltaba —le oí decir a la señora con cara de preocupación a punto de estallar en llanto.

Un comienzo muy poco esperanzador.